Existen servicios prácticamente artesanales que se prestan a un solo usuario y que son esencialmente únicos. Este es el caso de la enseñanza de un instrumento musical a nivel profesional que tiene lugar entre un profesor y su alumno. Lo que el primero hace por el segundo está altamente personalizado, y aunque se sigan unos principios metodológicos similares con todos los estudiantes, las clases son claramente diferentes para cada uno de ellos. En el otro extremo están los servicios altamente industrializados, que se prestan de forma prácticamente idéntica para todos los usuarios. Un ejemplo de este tipo de servicios es la compra por Internet porque, aunque pueda haber algún grado de personalización, los portales gestionan procesos básicamente idénticos para miles o millones de clientes.
Uno de los principios en la economía de la empresa es que en general solo lo que se industrializa genera un valor significativo, y por tanto el objetivo básico de cualquier prestación de servicios es hacerlo replicable. La paradoja de la industrialización de los servicios radica en que al hacerlo se crea valor para la empresa pero, dependiendo de las condiciones en las que esto ocurra, se puede también destruir valor para el cliente.
Un ejemplo de esto lo estamos presenciando actualmente en el terreno de la formación, donde contemplamos con preocupación cómo los principios de la industrialización en general, y de la reducción de costes en particular, hacen que los procesos formativos parezcan poco más que una commodity. Como si fueran botes de champú. Y así, vemos a diario fenómenos como el obsequio al matricularse, la compra compartida, el descuento si se trae a un amigo, el abono de dos cursos para llevarse tres, y así sucesivamente.
Estas tácticas no sorprenden si se considera que la formación es fundamentalmente información, y por tanto se deduce erróneamente que un curso es equiparable a un conjunto de contenidos. Sin embargo, la ciencia muestra con meridiana claridad que el aprendizaje verdadero implica un cambio en la persona en el que como mínimo se tiene que poner de manifiesto la adquisición de una serie de competencias. Por tanto, si aceptamos la información como un sustituto válido de la enseñanza, nos encontraremos también con que al cursar un programa altamente industrializado estaremos viviendo únicamente la ilusión de habernos formado. Es posible que la demanda de este tipo de formación esté relacionada con la necesidad de obtener una titulación, pero es una verdad evidente que un diploma sin un proceso de aprendizaje sólido detrás es como una pompa de jabón, y una historia formativa construida con ese tipo de titulaciones se convierte en un curriculum artificialmente hipertrofiado que no resiste ni siquiera el primer análisis en el mercado laboral. También hay burbujas en el mundo de la formación.
La estructura de conocimiento de cada persona es única e individual porque está construida sobre su biografía, que es obviamente subjetiva. Por eso, y pese a que es posible industrializar algunos componentes de la formación, la gran mayoría de los elementos curriculares no son, por definición, replicables. Y pese a que a veces el mercado parece mostrar que hay poca diferencia entre aprender y comprar un bote de champú, las organizaciones y las personas siempre acabarán reconociendo la formación auténtica: la que produce un aprendizaje que conduce al cambio, la que ayuda a construir el talento y la que, consecuentemente, significa valor para la empresa.
Artículo originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com