La hora de la venganza
En los últimos tiempos me he aficionado a la compra de libros de segunda mano. Aprovechando las facilidades de la compra online, cada mes recibo de manera puntual mi pedido de libros cuyas páginas ya han pasado por otras manos. La satisfacción de leer un libro usado va más allá del contenido propiamente dicho, esconde un deseo de descubrir el rastro de antiguos lectores, notas a pié de página, quizás una dedicatoria del autor a su lector original o simplemente una mancha de café que interrumpió momentáneamente la lectura.
En la aventura de examinar meticulosamente cada uno de los libros, obviando título y contenido y haciendo un repaso rápido a los rastros de uso anterior, estaba cuando recibí mi último pedido de una conocida multinacional del comercio electrónico. Un pedido de varios libros nuevos, entre los cuales encontré un acompañante que, sin duda, había cometido la torpeza de situarse entre el papel y la plancha de imprenta quedando literalmente sellado a la superficie del interior de la portada del último libro de Fredik Stanton.
El invitado y precoz lector del texto, un insecto de considerable tamaño, había quedado prensado y definitivamente adosado al libro.
La cosa quedaría en anécdota si no hubiera sido porque en aquellos días me encontraba preparando un curso orientado a la atención al cliente en situaciones hostiles, cuando el cliente se encuentra enfadado, con o sin razón. Preparado para transmitir aquello de que la gestión de reclamaciones es una clave principal para conocer a nuestros clientes, para entenderlos y para aprovechar la oportunidad para mejorar la relación. Para entablar conversaciones instructivas y provechosas.
Y ya que me encontraba en una situación donde, dependiendo de la atención del proveedor, podría transformarse en hostil, decidí contactar con el departamento correspondiente de la empresa en cuestión. Tras tomar algunas fotos, que pueden verse en Flickr, al libro y a su ilustrado bicho, accedí a la sección de la página web del proveedor que, en teoría, debía atender este tipo de situaciones. Tras rellenar un pequeño formulario y adjuntar las fotos, mi primer acercamiento quedaba de manifiesto. No exponía una queja, ni una reclamación, ni siquiera mostraba enfado ni ira por haber sido injustamente tratado.
Simplemente, lo que hice fue aquello por lo que algunas empresas pagarían grandes cantidades de dinero, ni más ni menos que abrir una puerta a la conversación, al contacto con un cliente fiel, con una relación de más de 10 años de compra periódica y una inversión de varios miles de euros en productos de todo tipo.
Pasaron un par de semanas sin recibir respuesta. Lo que hacía sino confirmar lo que nos cuentan las estadísticas. Y es que el motivo principal por lo que los clientes no se quejan, cuando deberían, es que tienen la percepción de que no recibirán respuesta o que ésta será superficial y burocrática.
De la queja a la venganza
Y lo que partió como una queja de un cliente fiel, un aliado para la empresa, comenzó un recorrido hacia el activismo y la venganza.
Los sucesivos intentos fallidos por recibir respuesta por parte del proveedor no hicieron más que incitar irrefrenables deseos de venganza y confirmar la afortunada frase, que puede leerse en “A Complaint is a Gift” de Barlow y Møller, de que una mala atención magnifica el error en el servicio. No importa tanto el tamaño del error, de la insatisfacción, aunque influye, como la forma en que nos sentimos escuchados, atendidos y entendidos.
Inspirado por el capítulo dedicado a la venganza de “Las ventajas del deseo” de Dan Ariely, empleé mis esfuerzos en compartir el incidente con mi círculo inmediato de amigos y familiares. Es decir, hice lo que cualquier hijo de vecino hace cuando está enfadado con el servicio recibido por parte de cualquier empresa.
Pero el cuerpo me pedía más.
Ya que vivimos en la era de las redes sociales, del virus de la información compartida, por qué no publicar en el muro de facebook la historia, informar a mis seguidores de twitter el incidente o extender a través de foros la desgraciada aventura del insecto y su nuevo dueño. o, incluso, hacer un esfuerzo mayor. Tanto como para escribir el artículo que están leyendo.
La venganza ante una mala atención, aunque el apelativo suene a excesivo, es, en ocasiones, lo único que le queda al consumidor para ejercer su derecho al pataleo, cuando el error en el servicio no se resuelve satisfactoriamente. Y, a veces, satisface grandes niveles de rencor.
Me comentaba un compañero la anécdota de una conocida que visitando una tienda de lámparas con su hijo de corta edad recibió la advertencia del tendero que ante cualquier desperfecto causado por el niño, debería asumir el coste. El comentario le provocó tal desasosiego a nuestra amiga que se prometió no volver a pisar el suelo de aquella tienda. El niño, actualmente, cursa estudios universitarios y su madre sigue extendiendo la anécdota entre sus amistades. Quince años de venganza continuada, no está nada mal.
Hoy ya no hay secretos
Hoy en día, el consumidor cuenta con no pocos medios para vengarse de quien ofrece un mal servicio. Ya no hay secretos, como dice Aaron Lazare en su libro “On Apology”, todo está a la vista y cualquier fallo en la atención al cliente se difunde a una velocidad de vértigo, sobre todo, cuando la empresa predica su interés por mantener una conversación fluida con sus clientes y sus acciones la delatan.
Semanas después del incidente, y sin todavía recibir una explicación o una disculpa, que era lo que seguramente perseguía, recibí uno de los frecuentes correos electrónicos del proveedor que, siguiendo la información acumulada de mis compras e historial de navegación, me recomendaba fervientemente la compra de los últimos títulos aparecidos en su catálogo. Seguramente, adivinarán el tema escogido por la compañía librera para hacerme picar el anzuelo con un nuevo pedido. Exacto. Ni más ni menos que las lecturas obligadas para obtener las claves para un servicio al cliente excelente.
Cuchillo de palo.